21 octubre 2006

Discursito al pequeñajo


ERASE UNA VEZ...

Érase una vez un pobre niño, sexto hijo de un maestro de escuela, que se pirraba por los higos secos que su padre compraba en las tiendas del pueblo en pequeños cestos de esparto, y que, como consecuencia de tan desmesurada afición a sus pocos años solía dejar huella con insólita frecuencia, por cierto muy mal oliente - y perdón por lo inapropiado de recuerdo y del momento- en sus pantalones de pana, tan marrón como la reliquia de los mal digeridos higos.

Y ocurrió que este pobre niño, que se sentía preterido, quizá por ser el sexto de la estirpe, creció, aunque no mucho, todo hay que decirlo, un tganto frustrado por los pretendidos éxitos de los mayores y se negó, tras el ciclo de la enseñanza primària, a seguir los pasos de sus hermanos 4º y 5º en la secundaria. Por lo que, llegado el momento, tuvo que apechugar en la búsqueda de un empleo. Y así pasóp por diveresos talleres y empresas hasta acabar, como todo un especialista, montando un negocio de peletería con Ramón, su amigo del alma.

Nuestro pobre niño de la época pueblerina no hizo la guerra - ¡suerte la suya!-, aunque tampoco tuvo amores - peor para él si fue así- Y llegado el momento de rendir tributo a España, su patria querida, hizo el viaje a Mahón, de la isla de Menorca, donde pudo lucir su aire marcial, aunque no su estatura, como soldado de la gloriosa infantería.

Después, ya hecho un hombre con el marchamo del servicio militar, tuvo que volver a las andadas en el trabajo manual de la confección, con las pieles de nobles y desdichados animales sacrificados.

Por cierto que creo que fue por entonces cuando, para poder seguir jugando al fútbol, en cuyo deporte era también una prometedora figura, tuvo que mentir ante el médico responsable de validar su fucha deportiva, asegurando que su puesto en el equipo era el de guardameta y no el de interior, pues una latente lesión vascular, tal vez cardíaca, que padecía, hubiera podido poner en peligro su vida a causa del violento y continuado ejercicio que el citado puesto suponía.¿Pero fue acaso también ese temor, trasladado ahora a su hermano mayor, el que lo sacaba de quicio cuando en sus frecuentes salidas éste acometía alguna fatigosa y, a su juicio peligrosa ascensión?

Y me parece que fue entonces también cuando puso en evidencia su acusado sentido del humor que le hacía trastocar lops momentos tristes en falsamente eufóricos, hasta el punto de que en un pasaje dramático en una película era motivo suficiente para lucir el timbre agudo de su risa, por lo demás muy contagiosa, o transformar la tristeza de un entierro o de un velatorio en la cusa histérica de su risa. Lo que, como es de suponer, le proporcionó algunos disgustos y hasta el hecho de tener que abandonar alguna vez la sala de cine en la que presenciaba una película en compañía de Ramón, de risa tan contagiosa y fácil como la suya, lo que les obligaba a estar separados, y cuya entrada, como es de suponer, les había supuesto algunas pesetillas. ¡Gajes del temperamento!

Su destino, sin embargo, estuvo marcado por el hecho de su experiencia como vendedor, adquirida justamente con la venta, en la plaza delñ mercado de su barrio, de los aviones y juguetes de madera confeccionados al alimón con sus hermanos durante los años difíciles de la guerra, como medio de colaboración en la economía familiar. Este espíritu de vendedor eficiente le llevó más tarde, en los tiempos difíciles de la posguerra a los "Almacenes Capitolio", de donde pasado el tiempo se pudo jubilar con fortuna. Y digo con fortuna, no por su sentido pecuniario sino porque ello le pudo dar paso, tras algunos titubeos, al arte de la pintura y al de la fotografía, lo que le permitió llenar de copas y trofeos su casa, amén del reconocimiento de su arte hata el punto de convertirse en jurado casi permanente de la prestigiosa Agrupación Fotográfica de Cataluña y en expositor muy cotizado. Y esto hasta el punto de que, con motivo de la reciente adjudicación de la "Gran Cruz de Sant Jordi" a la citada entidad, ha sido seleccionado, él precisamente, junto a otros nueve miembros de la agrupación para la honrosa misión de recoger tan preciado trofeo.

Y este personaje, antiguo pobre niño devorador de higos secos, es hoy objeto del homenaje cariñoso de su familia, aquí reunida en su honor, empezando por el único hermano que le queda de su estirpe, en sus 83 cumpleaños.

¡Un fuerte abrazo, pequeñajo!

Barcelona, Las Colinas. septiembre de 2006

Gregorio Ruiz

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